Arqueología y patrimonio en un mundo postoccidental: estudio de dos casos de Etiopía
Víctor M. Fernández Martínez
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ARQUEOLOGÍA Y PATRIMONIO
EN UN MUNDO POSTOCCIDENTAL:
ESTUDIO DE DOS CASOS DE ETIOPÍA
Víctor M. Fernández Martínez
INTRODUCCIÓN: LA TEORÍA POSCOLONIAL
La teoría poscolonial pone en cuestión la extendida idea de la superioridad
intelectual y moral de la “civilización occidental” y critica el mundo presente
en cuanto es el resultado de un largo proceso de expansión de Europa durante
los últimos siglos, de un encuentro desigual de nuestro continente con los
“pueblos sin historia” (Wolf, 1987) en el que estos últimos llevaron con mucho la peor parte.
Como es bien sabido, el colonialismo y sus abusos fueron muy criticados
en el pasado, prácticamente desde el comienzo de su existencia: recordemos
los textos de Bartolomé de las Casas en los orígenes de la conquista española
de América o la denuncia contra la terrible explotación del Congo por el rey
de los belgas a finales del siglo xix por el irlandés Roger Casement, cuya vida
el novelista Mario Vargas Llosa recrea en su último libro por el momento, El
sueño del celta.
Lo que diferencia a la nueva “teoría” de las acusaciones históricas contra el
colonialismo es que, a diferencia de éstas, no se realiza desde nuestro punto
de vista sino que intenta hacerlo desde la perspectiva del colonizado. Cuando
De las Casas o Casement imploraban justicia para el indio y el africano lo
hacían apelando a un concepto universal de “piedad” y de “justicia”, que pretendían válido para todos los pueblos del planeta y por eso fácilmente comprensible. Por el contrario, el nuevo enfoque persigue desmontar el aparato
intelectual que hizo posible el colonialismo, una de cuyas características es
precisamente la pretensión de hacer pasar por universales conceptos creados
originalmente para los pueblos industrializados de Occidente.
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Ese cambio se inscribe en la línea de pensamiento que va de Nietszche a
la Escuela de Frankfurt, pasando por Heidegger y culminando en la eclosión
del postestructuralismo francés en la década de 1960. Fueron precisamente
Michel Foucault y Jacques Derrida los primeros que advirtieron que el legado
cartesiano e ilustrado de Occidente era una desviación “esencialista” impuesta al resto de las culturas del globo mediante la violencia (Ghandi, 1988: 26).
Foucault desarrolló en su análisis del discurso la teoría anterior de Gramsci
sobre la hegemonía como forma de dominación basada en la aquiescencia
de los dominados, que ignoran “ideológicamente” sus condiciones reales
de existencia (Barrett, 1991: 140-143). Más adelante, el sociólogo indio Ashis
Nandy propuso que la famosa identificación foucaultiana entre saber y poder
no es atemporal sino que tuvo un origen histórico en la segunda fase de la
experiencia colonial cuando, tras la conquista violenta, se “colonizaron” las
mentes desde la posición superior de la razón civilizada y se convirtió a los
“otros” colonizados en sujetos de conocimiento (Nandy, 1988).
En ese mismo terreno intelectual, sabemos que la ciencia moderna surgió
acompañando a la empresa colonial, y que la curiosidad de exploradores y
naturalistas por conocer las nuevas regiones descubiertas escondía la necesidad de controlar esos territorios con fines mucho más pragmáticos e inconfesables. Un ejemplo cercano lo tenemos en nuestras colonias del norte de
África, cuando políticos y militares se quejaban de que la pobreza científica
española había perjudicado seriamente tanto los avances de nuestras tropas
como las ganancias económicas de las empresas de nuestro país en esa región
(Pedraz, 2000). La crítica que de las mistificaciones ideológicas de Occidente
respecto a los países y culturas medio-orientales hizo Edward Said en su influyente obra Orientalismo (Said, 1991) ha puesto de relieve el hecho de que al
representar al “oriental” (o al africano, indio, primitivo, etc.) los observadores
occidentales no solo cambiaban en un sentido peyorativo y simplificador la
realidad observada, sino que de esa manera se instituían a sí mismos como
superiores: la propia conciencia de elevación moral y racional de la que gozamos en los países “avanzados” se ha creado precisamente en oposición a una
realidad “atrasada” sin la cual la primera no hubiera sido posible (figura 1).
En un paso más de profundización en el problema, la nueva teoría acabó
descubriendo que el origen foráneo de los propios discursos científicos complicaba seriamente la elaboración de discursos propios. El famoso artículo de
Gayatri Spivak, “¿Pueden hablar los subalternos?” (Spivak, 1988) justificaba
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una respuesta negativa a la pregunta: para representarse a sí mismos los dominados no tienen más remedio que emplear las categorías de los dominadores, viciando en origen su propia libertad de auto-imaginación. Al final
de este trabajo, y después de ver en qué manera el problema afecta a nuestra
práctica intelectual sobre culturas diferentes, volveremos a plantear este fundamental problema.
HACIA UNA HISTORIA POSCOLONIAL
Desde hace siglos se reflexiona en Europa sobre el sentido de la historia, y la
comparación con otras culturas y concepciones no es nueva. Pero es a partir del estructuralismo y postestructuralismo, con su corolario reciente de la
teoría poscolonial, cuando se han puesto realmente en cuestión las perspectivas tradicionales y se ha abierto la puerta a la posibilidad de paradigmas
diferentes.
El primer filósofo moderno que trató en profundidad sobre la historia, y
uno de los más influyentes hasta hoy mismo, Georg W. F. Hegel (sobre todo
en su obra Fenomenología del espíritu, Hegel, 2005 [1807]), consideraba que
la Historia (con mayúscula) tiene un único sentido muy claro, que es el del
Figura 1. Midiendo el cráneo de un
africano en Uganda, hacia 1900 (tomado
de Mongibeaux, J.-F., Exploraciones,
1860-1930, Éditions Place des Victoires,
París, p. 61).
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desarrollo de la razón, la libertad y la conciencia individuales, siendo éste el
único camino para alcanzar una conducta moral “natural”. Hitos positivos en
esa larga vía fueron la Grecia clásica o el Protestantismo, y ejemplos de frenos a ese progreso fueron las civilizaciones orientales (asiáticas e islámicas),
donde “el único hombre libre es el monarca”. Para Hegel, los pueblos tradicionales, y entre ellos todo el África subsahariana, estaban “fuera de la historia”,
pues en ellos no hubo cambios verdaderos ni ningún tipo de progreso.
La dicotomía anterior, de enorme éxito (todavía a mediados del siglo xx el
historiador británico Hugh Trevor-Roper repetía que en África no había existido la historia), se intentó matizar en beneficio de las culturas premodernas
por Claude Lévi-Strauss (1968): respecto de la historia hay dos modelos teóricos, a los que cada sociedad concreta se acerca más o menos, las sociedades
“frías” y las “calientes”. Las calientes son por supuesto las occidentales, que
“interiorizan resueltamente el devenir histórico para hacer de él el motor de
su desarrollo”. Las frías son las tradicionales, que lógicamente también experimentan cambios y entienden el paso del tiempo, pero se resisten a toda
transformación en sus estructuras, no “permiten a la historia irrumpir en su
seno”, manteniendo su relación económica de equilibrio con el medio ambiente, su demografía bajo control, y una estructura social igualitaria que se
rige por el consenso.
El historiador jesuita francés Michel de Certeau, muy influido por el psicoanálisis, analizó en su obra La escritura de la historia (1985) cómo la historia
occidental no sólo fue un instrumento al servicio del colonialismo, sino que al
escribir su propia historia, “des-escribía” las tradiciones, las historias, etc. de
los pueblos indígenas colonizados. Nuestra historiografía se encargó de decir
precisamente lo que “el otro” callaba. Certeau empieza su libro analizando un
grabado que representa a Americo Vespucio “despertando” a una india americana dormida, una metáfora del descubrimiento y nominación del nuevo
continente: Occidente como instrumento dominador y dador de sentido (y de
“nombres”), frente al cuerpo innominado de una mujer desnuda, que representa lo exótico y la otredad. Para Certeau, el cuerpo del otro es “la página en
blanco donde se inscribe el deseo y la voluntad de poder occidental”, y nuestra
historiografía es la “colonización del cuerpo por el discurso del poder”.
Roland Barthes, el padre de la semiótica moderna, escribió el artículo “El
discurso de la historia” en 1967 (Barthes, 1987). El autor comienza recordando
que la estructura de nuestro discurso histórico es lineal y acumulativa (como
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la mayoría de los discursos científicos), pero no hay que olvidar que originalmente proviene del discurso narrativo creado para describir una ficción o un
mito. Paradójicamente, es esa misma estructura la que da a lo descrito la categoría de “real”, la prueba de que realmente ocurrió. Esto provoca que nuestra
idea del pasado sea también lineal, cuando la realidad es mucho más compleja. Debería ser posible escribir una historia que reprodujera “la estructura
de las posibilidades vividas por los individuos protagonistas de los procesos
descritos”. Habría que “descronologizar” el hilo de la historia y restaurar una
forma de tiempo complejo (con dobles sentidos y dialogo con otros discursos) y “en absoluto lineal”. Aunque parezca solo un sentimiento nostálgico,
habría que volver a un tiempo “cuyas profundidades espaciales recuerden el
tiempo mítico de las antiguas cosmogonías, cuando estaba ligado esencialmente a las palabras del poeta y del adivino”.
En el cercano campo de la antropología, Johannes Fabian, en su obra Time
and the Other (2002) ha criticado el “alocronismo” de la mayoría de las investigaciones antropológicas, que suponen que los primitivos viven en un
tiempo distinto del nuestro (lo que supone un uso “opresivo” del tiempo). La
linealidad del tiempo occidental es una generalización al resto del mundo y
una secularización del tiempo bíblico, de la sucesión de hechos del pueblo
elegido (y luego de los pueblos mediterráneos), una historia continua de salvación que se opone al tiempo cíclico “pagano”, que resiste todavía en formas
como el conocido “mito del eterno retorno”. El evolucionismo transformó el
tiempo y lo temporal en algo “espacial”, pues las diferentes partes del mundo
y sus culturas se correspondían con otras tantas divisiones del tiempo (los
primeros exploradores del xviii y el xix eran “viajeros en el tiempo”). Conquistar y colonizar la tierra era hacerse dueño de su tiempo. La propuesta
alternativa de Fabian consiste en recuperar el concepto de totalidad y aplicar
una metodología dialéctica al análisis antropológico: tanto el investigador
como el investigado hablan, están unidos por el lenguaje, y por eso son esencialmente contemporáneos e iguales.
Otros observadores han advertido la dislocación que ha sufrido recientemente nuestra relación con el tiempo. Como señala David Lowenthal (1998),
en los últimos decenios hemos “roto” casi definitivamente con el pasado. No
sólo es que ya los clásicos hayan dejado de ser un modelo de comportamiento, es que los ignoramos por completo y el estudio de la historia se ha convertido en un pasatiempo para unos pocos curiosos. Para el historiador François
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Hartog (2003), el cambio del “régimen de historicidad” clásico al moderno se
produjo después de la Revolución Francesa. En el primero el pasado iluminaba desde atrás el futuro, explicaba lo que ocurría, enseñaba a las generaciones
siguientes y las futuras, etc. Ahora es el futuro mismo el que nos enseña y nos
guía hacia adelante, con un modelo basado en el “presentismo”: solo existe el
tiempo actual.
Como consecuencia práctica de las anteriores críticas teóricas, desde los
países “en desarrollo” se han intentado construir “historias alternativas” que
contesten la vieja historia oficial de occidente (Young, 1990). Aunque algunas
han procedido de África (por ejemplo, Schmidt y Patterson, 1995; Schmidt,
2010), la mayor parte, no solo en número sino también en interés teórico,
ha procedido del campo más activo de desarrollo de la teoría poscolonial, la
antigua colonia inglesa de India, con la conocida escuela de “Estudios Subalternos” (Guha, 2002). Uno de sus miembros, Dipesh Chakrabarty (1992),
aunque admite que Europa sigue siendo el tema principal de cualquier historia, con independencia de la región o nación que trate, y que la historia se
impone tanto por el imperialismo occidental como por los nacionalismos
del Tercer Mundo, con el fin principal de universalizar a la nación-estado
como única forma de comunidad política en todo el mundo (Ibíd.: 221, 240),
defiende la posibilidad futura de una historia distinta que “provincialice”
Europa, admitiendo todas las diferentes narrativas en condiciones de igualdad (Klein, 1995: 297-8).
EL ARTE RUPESTRE ESQUEMÁTICO DE MENGE (BENISHANGUL)
En Enero de 2001, durante la prospección arqueológica exploratoria del
estado regional de Benishangul-Gumuz (junto a la frontera etíope-sudanesa), un territorio de cerca de 50.000 km2 donde nunca antes se había
realizado una intervención arqueológica, los informantes del pueblo de
Menge, al norte de la capital del estado, Assosa, nos llevaron a un abrigo
cercano con pinturas rupestres esquemáticas de color rojo, llamado la “roca
roja” (Bel Bembesh) en lengua local Berta. En una campaña arqueológica
posterior, en 2003, observando las rocas graníticas cercanas descubrimos
otro abrigo con pinturas esquemáticas idénticas, aunque en menor número, llamado Bel ash-Sharifu, la “Roca del maestro islámico” (los Berta fueron islamizados en la segunda mitad del siglo XIX) (Fernández y Fraguas,
2007; Fernández, 2011).
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Las pinturas son en su mayoría toscos rectángulos, unas veces vacíos y
otras rellenos de líneas verticales o reticuladas, líneas aisladas, círculos y
signos “solares”. Sendas catas de sondeo abiertas en los dos abrigos, y en
un abrigo cercano a Bel ash-Sharifu y un despoblado situado detrás de Bel
Bembesh, ofrecieron materiales cerámicos (con decoración impresa, incisa
y acanalada), similares a los que habíamos descubierto previamente en el
abrigo de Kunda Tamo, próximo a la ciudad de Bambasi al sur de Assosa.
Dos fechas de radiocarbono, una en Kunda Tamo de 1985 + 40 BP y otra
en el abrigo próximo a Bel ash-Sharifu de 275 + 30 BP, permiten inferir la
cronología general de cerámicas y pinturas en el primer milenio y primera
mitad del segundo milenio de nuestra era. Esa es también la cronología de
cerámicas con decoraciones en gran parte similares y registradas en las regiones próximas del sur de Sudán, Kenia y centro de Etiopía (David et al.,
1981; Robertshaw y Siiäirinen, 1985; Robertshaw, 1987; Joussaume, 1995).
Previamente a Benishangul habían llegado grupos con cerámicas impresas
pivotantes procedentes del Sahara y Sudán central, de donde habrían huido
a causa de la aridez creciente de mediados del Holoceno (Fernández, 2003;
Fernández et al., 2007).
Es curioso que la fecha radiométrica más reciente antes citada coincida
con la época en que, según los escasos datos históricos disponibles, los Berta
llegaron a Benishangul procedentes de la región adyacente sudanesa del sultanato Funj de Sennar (finales del siglo xvii y comienzos del xviii); al subir al
altiplano desde las llanuras sahelianas, los mismos Berta todavía recuerdan
hoy que desplazaron a grupos anteriores, los minoritarios Mao y Kwama que
hablan en su mayoría lenguas Koman (Triulzi, 1981).
Lo primero que nos llamó la atención fue la similitud de muchos signos
con los que se hacen mediante cicatrices (escarificaciones) en el rostro, sobre
todo las mujeres, en algunas tribus de la zona. Los signos son más frecuentes
en los grupos Koman y otros relacionados como los Gumuz, aunque también
los presentan los Berta menos islamizados. Esta coincidencia nos llevó a pensar primero en un significado étnico-identitario del sitio, lo que fue negado
por los informantes locales, y más tarde en que se podría tratar de signos
protectores que aparecen en diferentes contextos: en los individuos para protegerlos personalmente (se hacen al final de la infancia como rito de paso y
otras veces como protección frente a las enfermedades) (Rubin, 1988) y en las
rocas más visibles del paisaje para proteger a la comunidad completa.
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Figura 2. Mubarak Ashafi y otros ancianos Berta de Menge, febrero 2003.
Los signos esquemáticos de estos dos yacimientos son muy parecidos a
toda una serie de ellos que aparecen en África Oriental y norte de la Meridional, desde Mozambique hasta Uganda, en los que predomina también el
color rojo y que han sido estudiados siempre a escala regional, por ejemplo
en Zambia (Smith, 1997) o Uganda (Namono, 2010). En líneas generales, se
tiende a ver el arte rupestre dividido en dos grandes estilos, uno naturalista,
en principio más antiguo y que representa animales salvajes cazados y estuvo
probablemente ligado a rituales chamánicos (Lewis-Williams, 1981), y otro
esquemático y en general más reciente, ligado a diversos rituales en los que
predomina la propiciación de la lluvia. Aunque antes se creía, sin demasiado
fundamento, que ambos estilos fueron obra de una población cazadora-recolectora, anterior a los bantúes que hoy ocupan casi toda la gran región y antecesora de los actuales San (Bosquimanos) de Suráfrica, hoy son cada vez más
quienes piensan que desde el río Zambeze hacia el norte, donde predominan
los geométricos sobre los animales en el arte rupestre, los autores estuvieron
relacionados con los actuales pigmeos del África Central, que en el pasado
ocuparon áreas mucho más extensas (Namono, 2010). Una interesante tesis
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de Benjamin Smith (1997) es que este arte esquemático-pigmeo habría sido
realizado por mujeres, pues los mismos diseños son los que éstas dibujan hoy
en otros soportes diferentes (cortezas, huevos de avestruz, etc.).
Hasta aquí hemos visto lo que se puede considerar un análisis arqueológico convencional de un hallazgo habitual en África. Ahora bien, durante nuestra prospección, en tres ocasiones, en 2003 y 2005, preguntamos a
informantes locales Berta sobre el significado de las pinturas, al campesino
Al Mamún Tilahum que vivía cerca de sitio, y a dos ancianos de Menge que
nos recomendaron por su conocimiento de las tradiciones: Mubarak Ashafi
y Mohammed Nekura (figura 2). Los tres nos dieron datos idénticos: 1) Las
pinturas fueron hechas en el momento de la Creación por Dios (rabbana, la
misma palabra que emplean los musulmanes sudaneses); 2) Los signos están
escritos en una lengua anterior al árabe y narran episodios del Corán; 3) El
lugar es milagroso y la gente va a pedir gracias personales, con ritos colectivos
en momentos de peligro, sobre todo cuando la lluvia anual tarda en llegar.
Los rituales son dirigidos por maestros sufíes (había un incensario y ruinas
de una pequeña mezquita rodeando la roca en Bel Bembesh) y mucha gente
ve grandes luces por la noche junto a las pinturas, que se asocian con buenos
presagios para la comunidad. En Bel Bembesh solían retirarse hombres santos (“jeques”) que permanecían allí largos días sin comer y daban consejo a
todo el que se lo pedía.
La información anterior nos confirmó dos cosas importantes, y en cierta
manera contradictorias: el sentido original de las pinturas se había perdido
por la influencia histórica islámica, pero el sitio seguía conservando parte
de su poder simbólico y por ello era posible que su significado prehistórico
no hubiera desaparecido completamente. Haciendo caso a los informantes
locales, hicimos un rastreo bibliográfico en dos ámbitos distintos, los datos
etnográficos sobre el uso del arte esquemático en relación con la lluvia en
África Oriental y los rituales prehistóricos adaptados al Islam en todo el norte
del continente.
Aunque hay algunos datos aislados sobre la relación entre arte rupestre
y lluvia en otras regiones africanas, incluidas las islas Canarias (Fernández,
2007), es en África Oriental donde existen informaciones más seguras (figura
3). Así, tenemos que en toda la zona de Kasama en Zambia el arte esquemático muestra formas claramente relacionadas con el tiempo atmosférico que la
población local relaciona con antiguos ritos de lluvia (Smith, 1997), mientras
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Figura 3. Figuras esquemáticas de lugares de África Oriental donde se practican
todavía ritos de propiciación de la lluvia (diferentes escalas): 1-4. Nyero, Uganda
(Sassoon, 1971); 5-6. Bahi, Tanzania (Culwick, 1931); 7-11. Kasama, Zambia (Smith,
1997); 12-14. Katolova, Zambia (Phillipson, 1972); 15-20. Menge, Etiopía (Fernández y
Fraguas, 2007; Fernández, 2011).
que varios sitios con arte alrededor del lago Victoria en Uganda todavía se
frecuentaban hace poco para ese tipo de peticiones y otros rituales de fertilidad, confirmados por supuestos milagros y luces nocturnas (Chaplin, 1974),
y lo mismo ocurría en la zona de Bahi en Tanzania (Culwick, 1931) (ver un
resumen en Odak, 1992).
Por otro lado, tenemos que en todo el norte de África hay abundante información sobre cómo el Islam se apropió de rituales prehistóricos mediante
complejos procesos de hibridación entre ambos universos ideológicos. En la
obra clásica de Westermarck (1933) se recogen ejemplos de ritos de agua, del
valor mágico de las montañas y rocas, del culto de santos en yacimientos prehistóricos, de la aparición de luces nocturnas, etc. En todo el orbe islámico las
rocas y cuevas fueron lugares elegidos a menudo por ermitaños que se retiraban allí a orar, santificando el sitio que a partir de entonces adquiría valores
mágicos y solía ser también escenario de rituales sufíes (Trimingham, 1971).
Lo anterior muestra cómo el significado del arte esquemático de Menge fue
perfectamente adaptado, hasta adquirir un aspecto casi “clásico” del norte de
África, durante la islamización de Benishangul en la segunda mitad del siglo
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xix. Es interesante que el viajero holandés Juan María Schuver, que recorrió
Benishangul en 1881, se fijara en que una de las primeras actividades de los
hombres religiosos que iban llegando poco a poco desde Sudán era prescribir
textos mágicos del Corán con fines curativos, escritos en trozos de papel o calabaza, lo que tal vez explicaría el rápido cambio de significado de los signos
prehistóricos y su conversión en partes del libro sagrado de los musulmanes
(James et al., 1996: 33).
En su renombrado estudio sobre las fronteras africanas, Igor Kopytoff
señala cómo los límites de las distintas etnias han ido cambiando históricamente, casi siempre porque grupos más expansivos penetraban en los territorios de otros grupos, creando unas nuevas fronteras al ir desplazando la
original. Un mecanismo muy utilizado para conseguir la aceptación de los
antiguos ocupantes era identificarse o asociarse con sus puestos de mayor
fuerza simbólica, dominando los rituales originales y en ocasiones cambiándoles el sentido (Kopytoff, 1987: 55-56). La zona de Benishangul es una de las
más ricas étnicamente de toda África, y parece haberse registrado un “proceso de larga duración”, quizás desde la Prehistoria como sugieren nuestras
excavaciones en el Nilo Azul sudanés y en Benishangul, consistente en que
sucesivos grupos de lenguas nilo-saharianas que buscaban refugio fueron
subiendo al escarpe fronterizo etíope. Cuando los Berta empezaron a llegar
desde Sudán hace unos tres siglos, debieron de empezar la apropiación de
los rituales anteriores de los Koman y Gumuz, que completaron con su total
islamización poco después.
EL MUSEO REGIONAL DE ASSOSA (BENISHANGUL)
Si el ejemplo anterior hacía referencia a cómo nuestras interpretaciones teóricas pueden verse afectadas por las opiniones locales, este muestra un ejemplo de contacto más intenso, como es la exposición de la historia y cultura
locales llevada a cabo por investigadores que, aunque dotados de la “mejor
intención”, proceden de un país y de una formación intelectual completamente diferente (González-Ruibal y Fernández, 2007).
En 2005 y 2007 el equipo arqueológico que había realizado la prospección de Benishangul obtuvo dos pequeñas ayudas económicas del fondo para
proyectos de cooperación de la Universidad Complutense (Vicerrectorado de
Relaciones Institucionales y Cooperación) para instalar un museo en Assosa,
la capital del estado regional. El gobierno del estado tenía previsto construir
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Figura 4. Hall central del museo de Assosa (Benishangul-Gumuz), diciembre 2009.
un edificio nuevo para ese mismo fin, pero ante la falta de medios decidió dedicar el amplio hall del edificio de Cultura y Turismo para exponer los objetos;
éstos habían sido recopilados en su mayor parte antes de nuestra llegada, por
varios funcionarios que habían recorrido pueblos de la región adquiriendo
material etnográfico; de nuestras excavaciones vinieron los pocos objetos arqueológicos (útiles líticos tallados, fragmentos de cerámicas prehistóricas)
que se pudieron exponer, y la familia del antiguo “sultán” de Benishangul, el
jeque Khojele al-Hassan, fallecido en 1938, suministró diverso material considerado “histórico” de la región (ropas y armas del jeque y sus descendientes,
emblemas, fotos antiguas, fotocopias de cartas de los emperadores de Etiopía
dirigidas a la familia, etc.) (figura 4).
El edificio del museo contaba también con una biblioteca, que justo antes
de nuestra llegada había recibido la donación de varios miles de libros procedentes de expurgos de bibliotecas de Estados Unidos a través de la embajada
norteamericana en Addis Abeba. Aunque una mayoría de los libros podrían
ser de alguna utilidad en Assosa (volúmenes sobre ciencia, economía, historia, enciclopedias, novelas, libros infantiles, etc.), otros estaban totalmente
descolocados allí, como muchos libros sobre recetas de cocina, tiempo libre
(cultivo de jardines, reparación de motores fuera de borda…) o los repetidos
ejemplares sobre comportamiento de etiqueta (Book of etiquette) que con
asombro vimos que habían sido envidados a ese rincón fronterizo de África.
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Según pudimos comprobar en el registro de préstamos que funcionó durante
unos años durante nuestra intervención, la media de libros prestados era de
unos tres por semana, normalmente a maestros y funcionarios del gobierno
local, que en un porcentaje alto de casos no devolvían los volúmenes al centro
(por esa razón se decidió luego instalar una sala de lectura aneja). Nuestra
labor en la biblioteca consistió en ordenar los libros por temas y retirar los
repetidos para destinarlos a un lugar diferente, así como comenzar un inventario informático con el programa Access en uno de los ordenadores del
centro. Para el museo instalamos dos ordenadores nuevos, con un inventario
completo de objetos realizado con el programa File Maker.
Como es bien sabido, la construcción de las naciones modernas en los
últimos dos siglos se ha apoyado de forma consistente en el patrimonio histórico y cultural de las mismas. En Etiopía esto se ha desarrollado también con
el rico patrimonio del norte del país, desde los palacios y tumbas del reino
de Axum que dominó una gran parte del Mar Rojo poco antes y después del
comienzo de la era cristiana, hasta las iglesias rupestres medievales de Lalibela y los palacios reales de los siglos xvii y xviii en Gondar, monumentos
todos ellos declarados patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Ahora
bien, una gran parte del país no se siente representada por ese patrimonio y
así tenemos que la gran etnia Oromo, conquistada por el rey Menelik a finales del siglo xix y que ocupa casi la mitad meridional de Etiopía, lo rechaza y
ha construido sus propios museos, como el que pudimos visitar en la capital
de la región de Wollega al oeste de Benishangul, Nekemte, realizado con un
cierto peso propagandístico de las glorias de los Oromo durante su historia
(aunque fue construido en la época del Derg, gobierno comunista entre 1974
y 1991, con un fuerte componente centralista). Es curioso que donde más visible sea la exposición del pasado Oromo sea en las pinturas murales de los
bares del estado regional de Oromía, que además de anunciar el establecimiento o las bebidas que se pueden consumir representan antiguos caudillos
de la etnia, con el característico apéndice sobre la cabeza en forma de pene,
símbolo de la fuerza del guerrero (figura 5).
En el nuevo sistema político instaurado en Etiopía con la constitución de
1994, toda etnia tiene asegurado el derecho a la representación política, y las
más importantes constituyen estados autónomos propios (Amhara, Tigray,
Oromo, Afar, Somali) mientras las más pequeñas lo tienen compartido con
otras también poco importantes numéricamente. Este proceso ha traído la
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aparición, en palabras del historiador italiano Alessandro Triulzi, de “memorias reprimidas” que por primera vez se atreven a cuestionar el “archivo
centralizado de la memoria” (Triulzi, 2001).
Las etnias autóctonas de Benishangul-Gumuz son cinco: Berta, Gumuz,
Shinasha, Mao y Komo-Kwama (las dos últimas se suelen agrupar en tanto
que sus denominaciones son equívocas y en realidad se trata de más grupos,
todos ellos muy pequeños). Berta y Gumuz son mayoritarias, al sur y norte
del Nilo Azul respectivamente, y los conflictos entre ambas para dominar la
región constituyen el tema fundamental de la historia regional en los últimos
años (Young, 1999). El museo está situado en la capital regional, que es a su
vez centro de la región Berta, por lo que la mayoría de los objetos representados eran de esa etnia, no tanto por un interés particular sino únicamente por
la mayor facilidad de su adquisición.
En lo que sí estaban de acuerdo tanto Berta como Gumuz era en una
exposición etnográfica organizada por etnias. Así estaban clasificados los
objetos recogidos en el almacén cuando llegamos por primera vez al edificio de Cultura, aunque enseguida advertimos de que existían errores, que
los funcionarios (casi todos de fuera de la región) ignoraban el origen de
Figura 5. Dibujo de antiguo caudillo Oromo en un bar de Ghimbi (Wollega, Oromía), febrero 2002.
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muchos artefactos y las mezclas eran constantes. Pocos años antes se había inaugurado en Addis Abeba un nuevo museo etnográfico en el antiguo
palacio de Haile Selassie hoy sede de la Universidad de la ciudad (con la
asistencia técnica del Museo de Artes Populares de Sevilla y financiación
de la UNESCO), organizado únicamente por temas (niñez, ritos de paso,
cerámicas, el mundo funerario, etc.). Cuando preguntamos a los directores del centro sobre la cuestión, que entonces eran un Berta y un Shinasha
(hoy son un Shinasha y un Kwama), nos llevamos una respuesta inesperada:
se trataba de una “cuestión técnica” que nos correspondía resolver a nosotros. Consiguientemente, elegimos una distribución que nos pareció más
moderna y didáctica, con vitrinas dedicadas a la alimentación, bebida, arte,
minería, etc. en las que aparecían mezclados objetos de las diferentes etnias
(figura 6). Finalmente dedicamos una vitrina al género, con objetos específicos portados por hombres y mujeres de varias etnias. Asimismo colocamos
algunas cerámicas de la etnia Amhara, la más importante históricamente de
Etiopía pero que en Benishangul-Gumuz constituye una minoría de recién
Figura 6. Vitrina dedicada a la música en la instalación del museo de Assosa, con
trompetas y flautas Berta junto a un tambor, flautas y cascabeles Gumuz (diciembre
2009).
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llegados muy pobres, reasentados a la fuerza por el gobierno del Derg y que
no cuentan con representación política en el parlamento ni en el gobierno
regional (Wolde-Selassie, 2004).
Aunque en ningún momento fuimos advertidos al respecto, sabíamos
que los musulmanes Berta y algunos Gumuz no se sienten muy identificados
con algunos aspectos “paganos” de su cultura tradicional, incluido algo tan
corriente en toda la región como es el consumo de cerveza. Las cerámicas
que se han elegido como símbolos de las dos regiones a ambos lados de la
frontera, en una especie de escudo que representa las relaciones entre ellas,
son la típica jarra de agua sudanesa copiada por los Berta (al-brik) y la usada
en toda Etiopía para elaborar el café (giovana). Pero las grandes jarras donde
se fermenta la cerveza en los poblados gumuz y kwama, e incluso en algunos
Berta alejados de la zona central y fronteriza y por ello menos islamizados (jarras que por cierto recuerdan a las que se usaban en la antigua Nubia y Sudán
Central con el mismo fin desde hace milenios), así como los filtros de bambú
y las calabazas también usadas en la preparación de la bebida alcohólica, no
podían dejar de exhibirse, como así resultó finalmente sin ningún problema
del que fuéramos conscientes.
Más importante podía ser un problema de corte político al que ya hemos
hecho mención: la presencia central en la parte histórica del museo de la persona del jeque Khojele al Hassan (figura 7). Este personaje fue central a finales
del siglo xix, cuando llegó a controlar gran parte de Benishangul de forma
independiente, luchando contra Menelik ii de Etiopía y llegando a ofrecer la
región a los ingleses que entonces colonizaban el inmediato Sudán. Una vez
conquistada toda la zona por Etiopía, Khojele pasó una temporada en la cárcel, pero poco después volvió a mandar en Benishangul en representación del
gobierno de Addis Abeba, manteniendo buenas relaciones con el regente y
luego emperador Haile Selassie. Pero esas relaciones se basaban en los tributos anuales que Khojele pagaba en oro (el famoso oro de Benishangul, conocido desde la antigüedad) y esclavos. La caza de esclavos ya era practicada por
Khojele desde antes de la incorporación a Etiopía, efectuada sobre otras etnias
“paganas” (como los Uduk de la parte sudanesa, para los que el nombre que le
daban, kujul, y el del diablo eran la misma cosa; cf. James, 2007), pero también
con los Berta más alejados y todavía no islamizados. Con su gran riqueza personal, Khojele se construyó un palacio en Addis Abeba, que todavía hoy es uno
de los monumentos más antiguos y originales de la capital de Etiopía.
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Arqueología y patrimonio en un mundo postoccidental
Figura 7. La única foto conservada del jeque Khojele al Hassan, caudillo y sultán de
Benishangul fallecido en 1938.
En los meses que pasamos trabajando en la instalación del museo, llegó hasta nosotros la noticia de que algunas familias Berta prominentes no
estaban de acuerdo con que el museo fuera “el museo de Khojele”, dado su
carácter de traficante de esclavos, etc. Pronto supimos que la razón de esta
oposición provenía de las rivalidades internas entre grupos de poder Berta,
que junto con las que les oponían a todos ellos frente a la etnia Gumuz llevaron al gobierno central a cambiar completamente en 2009 el gobierno de
Assosa (cuya autonomía es evidentemente solo nominal). Todas esas familias
formaban la casta conocida como watawit (cuya traducción más habitual es
la de “vampiros”), descendientes mezclados de mercaderes sudaneses (yallaba) llegados a lo largo del siglo xix y que se casaron con las hijas de los jefes
Berta e impusieron el Islam y su propia jerarquía en la región.
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Nuestra posición en medio de esas fuerzas internas no era nada cómoda.
Pero si seguimos su línea hacia arriba o hacia abajo, vemos cómo la cadena de
la dominación no parece terminar nunca. En la parte más baja están los MaoKomo, luego siguen los Gumuz, encima han estado a veces los Berta, más
arriba los Amhara y sobre todos ellos el poder central de Addis Abeba, representado durante una gran parte del siglo xx por el negus Haile Selassie. Ahora
bien, tenemos que este último, con su oposición a la colonización italiana en
los años 1930, su famoso discurso en la Sociedad de Naciones defendiendo la
independencia de las colonias, etc. se convirtió entonces, y su recuerdo aún
mantiene en parte el prestigio, en un símbolo de la liberación de los países del
Tercer Mundo (e incluso en un semi-dios para los seguidores de la “religión”
rastafariana), cuando en su país no fue otra cosa que un sátrapa feudal que
parecía salido de la Edad Media europea. ¿Por cuál de ellos tomar partido?
Por otro lado, a lo largo de la época colonial, se ha podido observar cómo los
colonizadores europeos simulaban muchas veces defender a los más bajos en
la escala social y étnica (bosquimanos en Suráfrica, Bubis en Guinea Ecuatorial,
Oromos y fronterizos en Etiopía, etc.) frente a otros más poderosos, en una maniobra hipócrita que buscaba debilitar la fuerza, mucho mayor y por tanto más
peligrosa para los colonos, de los segundos. En tanto que europeos, no estamos
en una posición fácil en absoluto para criticar las relaciones de poder internas
de los países africanos. En una recopilación reciente de ensayos sobre nuevos
museos africanos vemos cómo nuestro problema dista mucho de ser único para
estas instituciones en el continente (Ahonon, 2000; Sheriff, 2000; Sylla, 2000).
En nuestro caso teníamos claro que solo poseíamos materiales históricos de la familia Khojele, y una vez olvidado el espinoso tema del esclavismo
(abolido en Etiopía a comienzo de la década de 1940), vimos que el jeque
constituye todavía un motivo de orgullo e identificación nacional para muchos habitantes de Benishangul-Gumuz, al menos para los que conocen un
poco de su historia. De hecho, en los años que el museo lleva abierto, según
he podido comprobar en los cortos viajes que he realizado a Assosa para seguir su curso, el centro constituye de forma creciente un motivo de dignidad
y autoestima para los habitantes de la capital, y sobre todo para los funcionarios del gobierno local, que lo muestran a casi todos los representantes del
gobierno central y de otros estados regionales que visitan la zona y se quedan
asombrados de su misma existencia, cuando en lugares de mucha más importancia aún no existe ningún centro similar.
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Arqueología y patrimonio en un mundo postoccidental
CONCLUSIÓN
¿ES POSIBLE UN DISCURSO POSCOLONIAL DESDE OCCIDENTE?
Es evidente que los dos ejemplos anteriores representan un esfuerzo por modificar, al menos en parte, un tipo de actividad arqueológica habitual en un
país emergente, cuya particularidad más importante al respecto es que fue
colonizado en su momento (sólo durante unos pocos años por Italia, pero
la huella dejada en el país aún perdura). Influidos por la teoría poscolonial,
hemos tratado de “dar la voz a los subalternos”… ahora bien, ¿lo hemos conseguido? ¿Fue el esfuerzo suficiente?
En el caso de los Berta y el arte rupestre, se nos presentaba claro el conflicto producido entre una explicación supuestamente racional y científica
(“universal”) y otra “local” de los propios Berta. Como arqueólogos occidentales, no podíamos evitar escoger la primera (nos era imposible aceptar que
los signos esquemáticos fueran el Corán), pero al mismo tiempo nos dolía
rechazar otra interpretación, realizada desde una posición vital mucho más
próxima al arte que la nuestra, y por eso cambiamos nuestra idea original
para adaptarla al menos en parte y hacerla más congruente con los datos suministrados por los ancianos del pueblo.
En el caso del Museo de Assosa, aunque pudimos llevar a cabo su instalación sin ningún tipo de presión o interferencia, nos mantuvimos atentos a
las ideas locales al respecto, dispuestos a cambiar lo necesario para adaptar
nuestras ideas museísticas preconcebidas a sus propios conceptos. Ambas
contraposiciones son en gran medida una prolongación de las que los antropólogos llevan encarando desde hace algún tiempo (entre “etic” y “emic”) y
que han llevado a la actual antropología “reflexiva” o “posmoderna”. En una
línea más teórica, ambas experiencias me llevaron a plantearme una pregunta realmente complicada: ¿es posible incorporar categorías locales, premodernas, a nuestros discursos “objetivos” sobre el pasado?
La pregunta anterior enlaza con la del famoso artículo de G. Spivak citado al comienzo del artículo, cuya respuesta ya sabemos que es negativa.
Esa negación se produce una y otra vez, y tenemos un último ejemplo en un
texto de nuestro colaborador Alfredo González-Ruibal (quien contribuyó al
descubrimiento de las pinturas de Menge, realizando incluso la copia de las
mismas, además de trabajar en la instalación del museo) (González-Ruibal,
en prensa). En él se afirma que con independencia de todos nuestros esfuerzos, el resultado será siempre “ciencia al estilo occidental, por mucho
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que intentemos hibridizarla con las creencias y sistemas de conocimientos
vernáculos”. Como mucho, nuestros intentos de hablar por ellos no pasarán
de ser una “imitación o mimesis”, ya que, como decía Spivak, los subalternos
“no tienen un lugar desde el que hablar”, y “no hay más discurso que el occidental”.
Encarando una salida lógica del impasse, González-Ruibal se remite a la
obra del filósofo francés Jacques Rancière (1992): el subalterno tiene un “exceso” de discurso, que finalmente lo convierte en mudo y ciego. Esa abundancia proviene precisamente de la profusión de mensajes occidentales entre los
que vive, y por ello a lo más que puede aspirar es a un discurso prestado, lleno
de imitaciones y tópicos. Las “arqueologías indígenas” adolecen también de
ese tipo de “no discurso”. Para quienes hemos trabajado en antiguos países
colonizados, no es posible sino asentir con pesar a lo anterior, recordando
nuestra propia decepción ante la pobreza y escasa originalidad de las ideas
que nos transmitían los locales, imitaciones de las nuestras en las personas
con más formación, y lejanas e incomprensibles, o simplemente inexistentes,
en los demás.
La alternativa sería poner el pragma antes del logos, las cosas antes de las
palabras, dejar que las cosas hablen por sí mismas; es decir, una aproximación fenomenológica. Para González-Ruibal, esa experiencia se produce en
arqueología cuando se visitan sitios especiales, como una cueva por él descubierta (Zeret, al NE de Addis Abeba) donde los soldados italianos masacraron
a una multitud de resistentes etíopes y que fue respetada por la población
local hasta hoy mismo, dejando las cosas y los esqueletos en su posición original (González-Ruibal et al., 2011). Personalmente, yo recuerdo emociones
parecidas al entrar en alguna ciudad abandonada del desierto, como Kasr alBarka en Mauritania donde estuve en 2008, o cuando visité el recién abierto
Museo de Oriente en Lisboa, con los objetos iluminados dentro de las vitrinas
en medio de la total oscuridad de las salas, sin apenas información escrita
sino sólo la sensación de las cosas aparecidas como por encanto…
No obstante, mantener ambos mundos (discurso y no discurso) completamente separados intelectualmente no parece la única opción válida, aunque
solo fuera por su desesperanza. También por recordar que, como decía el filósofo Richard Rorty, “las cosas no hablan, solo nosotros lo hacemos” (Rorty,
1991). Los dos casos presentados en este trabajo muestran que de la escucha de
los subalternos, o mejor, de la espera ante su silencio, nuestras propias ideas
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Arqueología y patrimonio en un mundo postoccidental
salen modificadas. La novelista danesa Karen Blixen narraba, en la continuación de sus memorias africanas titulada Sombras en la hierba, como se pasó
años esperando, a su vuelta a Dinamarca, que sus antiguos amigos keniatas
contestaran a las cartas que ella enviaba una y otra vez pidiendo noticias.
Cuando, de tarde en tarde, llegaba alguna, a ella le recordaba su experiencia
de cazadora en la sabana, al aparecer sigilosamente los primeros animales que
se acercaban a beber en las charcas al amanecer… Lo que nosotros hemos oído
de las voces de los otros, por poco que fuera, ha enriquecido nuestra forma de
ver el pasado, al acercarnos un poco más a la historia y los intereses locales, y
nos apunta hacia un camino de futuro trabajo común y más esclarecedor.
AGRADECIMIENTOS
La investigación de Benishangul fue financiada por las ayudas a proyectos arqueológicos en el exterior de la Dirección General de Bellas Artes y Bienes Culturales del
Ministerio de Cultura, y la instalación del Museo de Assosa por las ayudas a la cooperación al desarrollo del Vicerrectorado de Relaciones Institucionales y Cooperación
al Desarrollo de la Universidad Complutense de Madrid. En el trabajo de campo y
museístico colaboraron Alfredo González Ruibal, Alfonso Fraguas, Álvaro Fanquina,
Xurxo Ayán, Salomé Zurinaga, Cristina Charro, Carmen Ortiz y Beatriz del Mazo.
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ARQUEOLOGÍA Y PATRIMONIO
EN UN MUNDO POSTOCCIDENTAL:
ESTUDIO DE DOS CASOS DE ETIOPÍA
Víctor M. Fernández Martínez
INTRODUCCIÓN: LA TEORÍA POSCOLONIAL
La teoría poscolonial pone en cuestión la extendida idea de la superioridad
intelectual y moral de la “civilización occidental” y critica el mundo presente
en cuanto es el resultado de un largo proceso de expansión de Europa durante
los últimos siglos, de un encuentro desigual de nuestro continente con los
“pueblos sin historia” (Wolf, 1987) en el que estos últimos llevaron con mucho la peor parte.
Como es bien sabido, el colonialismo y sus abusos fueron muy criticados
en el pasado, prácticamente desde el comienzo de su existencia: recordemos
los textos de Bartolomé de las Casas en los orígenes de la conquista española
de América o la denuncia contra la terrible explotación del Congo por el rey
de los belgas a finales del siglo xix por el irlandés Roger Casement, cuya vida
el novelista Mario Vargas Llosa recrea en su último libro por el momento, El
sueño del celta.
Lo que diferencia a la nueva “teoría” de las acusaciones históricas contra el
colonialismo es que, a diferencia de éstas, no se realiza desde nuestro punto
de vista sino que intenta hacerlo desde la perspectiva del colonizado. Cuando
De las Casas o Casement imploraban justicia para el indio y el africano lo
hacían apelando a un concepto universal de “piedad” y de “justicia”, que pretendían válido para todos los pueblos del planeta y por eso fácilmente comprensible. Por el contrario, el nuevo enfoque persigue desmontar el aparato
intelectual que hizo posible el colonialismo, una de cuyas características es
precisamente la pretensión de hacer pasar por universales conceptos creados
originalmente para los pueblos industrializados de Occidente.
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Ese cambio se inscribe en la línea de pensamiento que va de Nietszche a
la Escuela de Frankfurt, pasando por Heidegger y culminando en la eclosión
del postestructuralismo francés en la década de 1960. Fueron precisamente
Michel Foucault y Jacques Derrida los primeros que advirtieron que el legado
cartesiano e ilustrado de Occidente era una desviación “esencialista” impuesta al resto de las culturas del globo mediante la violencia (Ghandi, 1988: 26).
Foucault desarrolló en su análisis del discurso la teoría anterior de Gramsci
sobre la hegemonía como forma de dominación basada en la aquiescencia
de los dominados, que ignoran “ideológicamente” sus condiciones reales
de existencia (Barrett, 1991: 140-143). Más adelante, el sociólogo indio Ashis
Nandy propuso que la famosa identificación foucaultiana entre saber y poder
no es atemporal sino que tuvo un origen histórico en la segunda fase de la
experiencia colonial cuando, tras la conquista violenta, se “colonizaron” las
mentes desde la posición superior de la razón civilizada y se convirtió a los
“otros” colonizados en sujetos de conocimiento (Nandy, 1988).
En ese mismo terreno intelectual, sabemos que la ciencia moderna surgió
acompañando a la empresa colonial, y que la curiosidad de exploradores y
naturalistas por conocer las nuevas regiones descubiertas escondía la necesidad de controlar esos territorios con fines mucho más pragmáticos e inconfesables. Un ejemplo cercano lo tenemos en nuestras colonias del norte de
África, cuando políticos y militares se quejaban de que la pobreza científica
española había perjudicado seriamente tanto los avances de nuestras tropas
como las ganancias económicas de las empresas de nuestro país en esa región
(Pedraz, 2000). La crítica que de las mistificaciones ideológicas de Occidente
respecto a los países y culturas medio-orientales hizo Edward Said en su influyente obra Orientalismo (Said, 1991) ha puesto de relieve el hecho de que al
representar al “oriental” (o al africano, indio, primitivo, etc.) los observadores
occidentales no solo cambiaban en un sentido peyorativo y simplificador la
realidad observada, sino que de esa manera se instituían a sí mismos como
superiores: la propia conciencia de elevación moral y racional de la que gozamos en los países “avanzados” se ha creado precisamente en oposición a una
realidad “atrasada” sin la cual la primera no hubiera sido posible (figura 1).
En un paso más de profundización en el problema, la nueva teoría acabó
descubriendo que el origen foráneo de los propios discursos científicos complicaba seriamente la elaboración de discursos propios. El famoso artículo de
Gayatri Spivak, “¿Pueden hablar los subalternos?” (Spivak, 1988) justificaba
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una respuesta negativa a la pregunta: para representarse a sí mismos los dominados no tienen más remedio que emplear las categorías de los dominadores, viciando en origen su propia libertad de auto-imaginación. Al final
de este trabajo, y después de ver en qué manera el problema afecta a nuestra
práctica intelectual sobre culturas diferentes, volveremos a plantear este fundamental problema.
HACIA UNA HISTORIA POSCOLONIAL
Desde hace siglos se reflexiona en Europa sobre el sentido de la historia, y la
comparación con otras culturas y concepciones no es nueva. Pero es a partir del estructuralismo y postestructuralismo, con su corolario reciente de la
teoría poscolonial, cuando se han puesto realmente en cuestión las perspectivas tradicionales y se ha abierto la puerta a la posibilidad de paradigmas
diferentes.
El primer filósofo moderno que trató en profundidad sobre la historia, y
uno de los más influyentes hasta hoy mismo, Georg W. F. Hegel (sobre todo
en su obra Fenomenología del espíritu, Hegel, 2005 [1807]), consideraba que
la Historia (con mayúscula) tiene un único sentido muy claro, que es el del
Figura 1. Midiendo el cráneo de un
africano en Uganda, hacia 1900 (tomado
de Mongibeaux, J.-F., Exploraciones,
1860-1930, Éditions Place des Victoires,
París, p. 61).
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VICTOR M. FERNÁNDEZ MARTÍNEZ
desarrollo de la razón, la libertad y la conciencia individuales, siendo éste el
único camino para alcanzar una conducta moral “natural”. Hitos positivos en
esa larga vía fueron la Grecia clásica o el Protestantismo, y ejemplos de frenos a ese progreso fueron las civilizaciones orientales (asiáticas e islámicas),
donde “el único hombre libre es el monarca”. Para Hegel, los pueblos tradicionales, y entre ellos todo el África subsahariana, estaban “fuera de la historia”,
pues en ellos no hubo cambios verdaderos ni ningún tipo de progreso.
La dicotomía anterior, de enorme éxito (todavía a mediados del siglo xx el
historiador británico Hugh Trevor-Roper repetía que en África no había existido la historia), se intentó matizar en beneficio de las culturas premodernas
por Claude Lévi-Strauss (1968): respecto de la historia hay dos modelos teóricos, a los que cada sociedad concreta se acerca más o menos, las sociedades
“frías” y las “calientes”. Las calientes son por supuesto las occidentales, que
“interiorizan resueltamente el devenir histórico para hacer de él el motor de
su desarrollo”. Las frías son las tradicionales, que lógicamente también experimentan cambios y entienden el paso del tiempo, pero se resisten a toda
transformación en sus estructuras, no “permiten a la historia irrumpir en su
seno”, manteniendo su relación económica de equilibrio con el medio ambiente, su demografía bajo control, y una estructura social igualitaria que se
rige por el consenso.
El historiador jesuita francés Michel de Certeau, muy influido por el psicoanálisis, analizó en su obra La escritura de la historia (1985) cómo la historia
occidental no sólo fue un instrumento al servicio del colonialismo, sino que al
escribir su propia historia, “des-escribía” las tradiciones, las historias, etc. de
los pueblos indígenas colonizados. Nuestra historiografía se encargó de decir
precisamente lo que “el otro” callaba. Certeau empieza su libro analizando un
grabado que representa a Americo Vespucio “despertando” a una india americana dormida, una metáfora del descubrimiento y nominación del nuevo
continente: Occidente como instrumento dominador y dador de sentido (y de
“nombres”), frente al cuerpo innominado de una mujer desnuda, que representa lo exótico y la otredad. Para Certeau, el cuerpo del otro es “la página en
blanco donde se inscribe el deseo y la voluntad de poder occidental”, y nuestra
historiografía es la “colonización del cuerpo por el discurso del poder”.
Roland Barthes, el padre de la semiótica moderna, escribió el artículo “El
discurso de la historia” en 1967 (Barthes, 1987). El autor comienza recordando
que la estructura de nuestro discurso histórico es lineal y acumulativa (como
10
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Arqueología y patrimonio en un mundo postoccidental
la mayoría de los discursos científicos), pero no hay que olvidar que originalmente proviene del discurso narrativo creado para describir una ficción o un
mito. Paradójicamente, es esa misma estructura la que da a lo descrito la categoría de “real”, la prueba de que realmente ocurrió. Esto provoca que nuestra
idea del pasado sea también lineal, cuando la realidad es mucho más compleja. Debería ser posible escribir una historia que reprodujera “la estructura
de las posibilidades vividas por los individuos protagonistas de los procesos
descritos”. Habría que “descronologizar” el hilo de la historia y restaurar una
forma de tiempo complejo (con dobles sentidos y dialogo con otros discursos) y “en absoluto lineal”. Aunque parezca solo un sentimiento nostálgico,
habría que volver a un tiempo “cuyas profundidades espaciales recuerden el
tiempo mítico de las antiguas cosmogonías, cuando estaba ligado esencialmente a las palabras del poeta y del adivino”.
En el cercano campo de la antropología, Johannes Fabian, en su obra Time
and the Other (2002) ha criticado el “alocronismo” de la mayoría de las investigaciones antropológicas, que suponen que los primitivos viven en un
tiempo distinto del nuestro (lo que supone un uso “opresivo” del tiempo). La
linealidad del tiempo occidental es una generalización al resto del mundo y
una secularización del tiempo bíblico, de la sucesión de hechos del pueblo
elegido (y luego de los pueblos mediterráneos), una historia continua de salvación que se opone al tiempo cíclico “pagano”, que resiste todavía en formas
como el conocido “mito del eterno retorno”. El evolucionismo transformó el
tiempo y lo temporal en algo “espacial”, pues las diferentes partes del mundo
y sus culturas se correspondían con otras tantas divisiones del tiempo (los
primeros exploradores del xviii y el xix eran “viajeros en el tiempo”). Conquistar y colonizar la tierra era hacerse dueño de su tiempo. La propuesta
alternativa de Fabian consiste en recuperar el concepto de totalidad y aplicar
una metodología dialéctica al análisis antropológico: tanto el investigador
como el investigado hablan, están unidos por el lenguaje, y por eso son esencialmente contemporáneos e iguales.
Otros observadores han advertido la dislocación que ha sufrido recientemente nuestra relación con el tiempo. Como señala David Lowenthal (1998),
en los últimos decenios hemos “roto” casi definitivamente con el pasado. No
sólo es que ya los clásicos hayan dejado de ser un modelo de comportamiento, es que los ignoramos por completo y el estudio de la historia se ha convertido en un pasatiempo para unos pocos curiosos. Para el historiador François
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VICTOR M. FERNÁNDEZ MARTÍNEZ
Hartog (2003), el cambio del “régimen de historicidad” clásico al moderno se
produjo después de la Revolución Francesa. En el primero el pasado iluminaba desde atrás el futuro, explicaba lo que ocurría, enseñaba a las generaciones
siguientes y las futuras, etc. Ahora es el futuro mismo el que nos enseña y nos
guía hacia adelante, con un modelo basado en el “presentismo”: solo existe el
tiempo actual.
Como consecuencia práctica de las anteriores críticas teóricas, desde los
países “en desarrollo” se han intentado construir “historias alternativas” que
contesten la vieja historia oficial de occidente (Young, 1990). Aunque algunas
han procedido de África (por ejemplo, Schmidt y Patterson, 1995; Schmidt,
2010), la mayor parte, no solo en número sino también en interés teórico,
ha procedido del campo más activo de desarrollo de la teoría poscolonial, la
antigua colonia inglesa de India, con la conocida escuela de “Estudios Subalternos” (Guha, 2002). Uno de sus miembros, Dipesh Chakrabarty (1992),
aunque admite que Europa sigue siendo el tema principal de cualquier historia, con independencia de la región o nación que trate, y que la historia se
impone tanto por el imperialismo occidental como por los nacionalismos
del Tercer Mundo, con el fin principal de universalizar a la nación-estado
como única forma de comunidad política en todo el mundo (Ibíd.: 221, 240),
defiende la posibilidad futura de una historia distinta que “provincialice”
Europa, admitiendo todas las diferentes narrativas en condiciones de igualdad (Klein, 1995: 297-8).
EL ARTE RUPESTRE ESQUEMÁTICO DE MENGE (BENISHANGUL)
En Enero de 2001, durante la prospección arqueológica exploratoria del
estado regional de Benishangul-Gumuz (junto a la frontera etíope-sudanesa), un territorio de cerca de 50.000 km2 donde nunca antes se había
realizado una intervención arqueológica, los informantes del pueblo de
Menge, al norte de la capital del estado, Assosa, nos llevaron a un abrigo
cercano con pinturas rupestres esquemáticas de color rojo, llamado la “roca
roja” (Bel Bembesh) en lengua local Berta. En una campaña arqueológica
posterior, en 2003, observando las rocas graníticas cercanas descubrimos
otro abrigo con pinturas esquemáticas idénticas, aunque en menor número, llamado Bel ash-Sharifu, la “Roca del maestro islámico” (los Berta fueron islamizados en la segunda mitad del siglo XIX) (Fernández y Fraguas,
2007; Fernández, 2011).
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Arqueología y patrimonio en un mundo postoccidental
Las pinturas son en su mayoría toscos rectángulos, unas veces vacíos y
otras rellenos de líneas verticales o reticuladas, líneas aisladas, círculos y
signos “solares”. Sendas catas de sondeo abiertas en los dos abrigos, y en
un abrigo cercano a Bel ash-Sharifu y un despoblado situado detrás de Bel
Bembesh, ofrecieron materiales cerámicos (con decoración impresa, incisa
y acanalada), similares a los que habíamos descubierto previamente en el
abrigo de Kunda Tamo, próximo a la ciudad de Bambasi al sur de Assosa.
Dos fechas de radiocarbono, una en Kunda Tamo de 1985 + 40 BP y otra
en el abrigo próximo a Bel ash-Sharifu de 275 + 30 BP, permiten inferir la
cronología general de cerámicas y pinturas en el primer milenio y primera
mitad del segundo milenio de nuestra era. Esa es también la cronología de
cerámicas con decoraciones en gran parte similares y registradas en las regiones próximas del sur de Sudán, Kenia y centro de Etiopía (David et al.,
1981; Robertshaw y Siiäirinen, 1985; Robertshaw, 1987; Joussaume, 1995).
Previamente a Benishangul habían llegado grupos con cerámicas impresas
pivotantes procedentes del Sahara y Sudán central, de donde habrían huido
a causa de la aridez creciente de mediados del Holoceno (Fernández, 2003;
Fernández et al., 2007).
Es curioso que la fecha radiométrica más reciente antes citada coincida
con la época en que, según los escasos datos históricos disponibles, los Berta
llegaron a Benishangul procedentes de la región adyacente sudanesa del sultanato Funj de Sennar (finales del siglo xvii y comienzos del xviii); al subir al
altiplano desde las llanuras sahelianas, los mismos Berta todavía recuerdan
hoy que desplazaron a grupos anteriores, los minoritarios Mao y Kwama que
hablan en su mayoría lenguas Koman (Triulzi, 1981).
Lo primero que nos llamó la atención fue la similitud de muchos signos
con los que se hacen mediante cicatrices (escarificaciones) en el rostro, sobre
todo las mujeres, en algunas tribus de la zona. Los signos son más frecuentes
en los grupos Koman y otros relacionados como los Gumuz, aunque también
los presentan los Berta menos islamizados. Esta coincidencia nos llevó a pensar primero en un significado étnico-identitario del sitio, lo que fue negado
por los informantes locales, y más tarde en que se podría tratar de signos
protectores que aparecen en diferentes contextos: en los individuos para protegerlos personalmente (se hacen al final de la infancia como rito de paso y
otras veces como protección frente a las enfermedades) (Rubin, 1988) y en las
rocas más visibles del paisaje para proteger a la comunidad completa.
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Figura 2. Mubarak Ashafi y otros ancianos Berta de Menge, febrero 2003.
Los signos esquemáticos de estos dos yacimientos son muy parecidos a
toda una serie de ellos que aparecen en África Oriental y norte de la Meridional, desde Mozambique hasta Uganda, en los que predomina también el
color rojo y que han sido estudiados siempre a escala regional, por ejemplo
en Zambia (Smith, 1997) o Uganda (Namono, 2010). En líneas generales, se
tiende a ver el arte rupestre dividido en dos grandes estilos, uno naturalista,
en principio más antiguo y que representa animales salvajes cazados y estuvo
probablemente ligado a rituales chamánicos (Lewis-Williams, 1981), y otro
esquemático y en general más reciente, ligado a diversos rituales en los que
predomina la propiciación de la lluvia. Aunque antes se creía, sin demasiado
fundamento, que ambos estilos fueron obra de una población cazadora-recolectora, anterior a los bantúes que hoy ocupan casi toda la gran región y antecesora de los actuales San (Bosquimanos) de Suráfrica, hoy son cada vez más
quienes piensan que desde el río Zambeze hacia el norte, donde predominan
los geométricos sobre los animales en el arte rupestre, los autores estuvieron
relacionados con los actuales pigmeos del África Central, que en el pasado
ocuparon áreas mucho más extensas (Namono, 2010). Una interesante tesis
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Arqueología y patrimonio en un mundo postoccidental
de Benjamin Smith (1997) es que este arte esquemático-pigmeo habría sido
realizado por mujeres, pues los mismos diseños son los que éstas dibujan hoy
en otros soportes diferentes (cortezas, huevos de avestruz, etc.).
Hasta aquí hemos visto lo que se puede considerar un análisis arqueológico convencional de un hallazgo habitual en África. Ahora bien, durante nuestra prospección, en tres ocasiones, en 2003 y 2005, preguntamos a
informantes locales Berta sobre el significado de las pinturas, al campesino
Al Mamún Tilahum que vivía cerca de sitio, y a dos ancianos de Menge que
nos recomendaron por su conocimiento de las tradiciones: Mubarak Ashafi
y Mohammed Nekura (figura 2). Los tres nos dieron datos idénticos: 1) Las
pinturas fueron hechas en el momento de la Creación por Dios (rabbana, la
misma palabra que emplean los musulmanes sudaneses); 2) Los signos están
escritos en una lengua anterior al árabe y narran episodios del Corán; 3) El
lugar es milagroso y la gente va a pedir gracias personales, con ritos colectivos
en momentos de peligro, sobre todo cuando la lluvia anual tarda en llegar.
Los rituales son dirigidos por maestros sufíes (había un incensario y ruinas
de una pequeña mezquita rodeando la roca en Bel Bembesh) y mucha gente
ve grandes luces por la noche junto a las pinturas, que se asocian con buenos
presagios para la comunidad. En Bel Bembesh solían retirarse hombres santos (“jeques”) que permanecían allí largos días sin comer y daban consejo a
todo el que se lo pedía.
La información anterior nos confirmó dos cosas importantes, y en cierta
manera contradictorias: el sentido original de las pinturas se había perdido
por la influencia histórica islámica, pero el sitio seguía conservando parte
de su poder simbólico y por ello era posible que su significado prehistórico
no hubiera desaparecido completamente. Haciendo caso a los informantes
locales, hicimos un rastreo bibliográfico en dos ámbitos distintos, los datos
etnográficos sobre el uso del arte esquemático en relación con la lluvia en
África Oriental y los rituales prehistóricos adaptados al Islam en todo el norte
del continente.
Aunque hay algunos datos aislados sobre la relación entre arte rupestre
y lluvia en otras regiones africanas, incluidas las islas Canarias (Fernández,
2007), es en África Oriental donde existen informaciones más seguras (figura
3). Así, tenemos que en toda la zona de Kasama en Zambia el arte esquemático muestra formas claramente relacionadas con el tiempo atmosférico que la
población local relaciona con antiguos ritos de lluvia (Smith, 1997), mientras
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Figura 3. Figuras esquemáticas de lugares de África Oriental donde se practican
todavía ritos de propiciación de la lluvia (diferentes escalas): 1-4. Nyero, Uganda
(Sassoon, 1971); 5-6. Bahi, Tanzania (Culwick, 1931); 7-11. Kasama, Zambia (Smith,
1997); 12-14. Katolova, Zambia (Phillipson, 1972); 15-20. Menge, Etiopía (Fernández y
Fraguas, 2007; Fernández, 2011).
que varios sitios con arte alrededor del lago Victoria en Uganda todavía se
frecuentaban hace poco para ese tipo de peticiones y otros rituales de fertilidad, confirmados por supuestos milagros y luces nocturnas (Chaplin, 1974),
y lo mismo ocurría en la zona de Bahi en Tanzania (Culwick, 1931) (ver un
resumen en Odak, 1992).
Por otro lado, tenemos que en todo el norte de África hay abundante información sobre cómo el Islam se apropió de rituales prehistóricos mediante
complejos procesos de hibridación entre ambos universos ideológicos. En la
obra clásica de Westermarck (1933) se recogen ejemplos de ritos de agua, del
valor mágico de las montañas y rocas, del culto de santos en yacimientos prehistóricos, de la aparición de luces nocturnas, etc. En todo el orbe islámico las
rocas y cuevas fueron lugares elegidos a menudo por ermitaños que se retiraban allí a orar, santificando el sitio que a partir de entonces adquiría valores
mágicos y solía ser también escenario de rituales sufíes (Trimingham, 1971).
Lo anterior muestra cómo el significado del arte esquemático de Menge fue
perfectamente adaptado, hasta adquirir un aspecto casi “clásico” del norte de
África, durante la islamización de Benishangul en la segunda mitad del siglo
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Arqueología y patrimonio en un mundo postoccidental
xix. Es interesante que el viajero holandés Juan María Schuver, que recorrió
Benishangul en 1881, se fijara en que una de las primeras actividades de los
hombres religiosos que iban llegando poco a poco desde Sudán era prescribir
textos mágicos del Corán con fines curativos, escritos en trozos de papel o calabaza, lo que tal vez explicaría el rápido cambio de significado de los signos
prehistóricos y su conversión en partes del libro sagrado de los musulmanes
(James et al., 1996: 33).
En su renombrado estudio sobre las fronteras africanas, Igor Kopytoff
señala cómo los límites de las distintas etnias han ido cambiando históricamente, casi siempre porque grupos más expansivos penetraban en los territorios de otros grupos, creando unas nuevas fronteras al ir desplazando la
original. Un mecanismo muy utilizado para conseguir la aceptación de los
antiguos ocupantes era identificarse o asociarse con sus puestos de mayor
fuerza simbólica, dominando los rituales originales y en ocasiones cambiándoles el sentido (Kopytoff, 1987: 55-56). La zona de Benishangul es una de las
más ricas étnicamente de toda África, y parece haberse registrado un “proceso de larga duración”, quizás desde la Prehistoria como sugieren nuestras
excavaciones en el Nilo Azul sudanés y en Benishangul, consistente en que
sucesivos grupos de lenguas nilo-saharianas que buscaban refugio fueron
subiendo al escarpe fronterizo etíope. Cuando los Berta empezaron a llegar
desde Sudán hace unos tres siglos, debieron de empezar la apropiación de
los rituales anteriores de los Koman y Gumuz, que completaron con su total
islamización poco después.
EL MUSEO REGIONAL DE ASSOSA (BENISHANGUL)
Si el ejemplo anterior hacía referencia a cómo nuestras interpretaciones teóricas pueden verse afectadas por las opiniones locales, este muestra un ejemplo de contacto más intenso, como es la exposición de la historia y cultura
locales llevada a cabo por investigadores que, aunque dotados de la “mejor
intención”, proceden de un país y de una formación intelectual completamente diferente (González-Ruibal y Fernández, 2007).
En 2005 y 2007 el equipo arqueológico que había realizado la prospección de Benishangul obtuvo dos pequeñas ayudas económicas del fondo para
proyectos de cooperación de la Universidad Complutense (Vicerrectorado de
Relaciones Institucionales y Cooperación) para instalar un museo en Assosa,
la capital del estado regional. El gobierno del estado tenía previsto construir
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Figura 4. Hall central del museo de Assosa (Benishangul-Gumuz), diciembre 2009.
un edificio nuevo para ese mismo fin, pero ante la falta de medios decidió dedicar el amplio hall del edificio de Cultura y Turismo para exponer los objetos;
éstos habían sido recopilados en su mayor parte antes de nuestra llegada, por
varios funcionarios que habían recorrido pueblos de la región adquiriendo
material etnográfico; de nuestras excavaciones vinieron los pocos objetos arqueológicos (útiles líticos tallados, fragmentos de cerámicas prehistóricas)
que se pudieron exponer, y la familia del antiguo “sultán” de Benishangul, el
jeque Khojele al-Hassan, fallecido en 1938, suministró diverso material considerado “histórico” de la región (ropas y armas del jeque y sus descendientes,
emblemas, fotos antiguas, fotocopias de cartas de los emperadores de Etiopía
dirigidas a la familia, etc.) (figura 4).
El edificio del museo contaba también con una biblioteca, que justo antes
de nuestra llegada había recibido la donación de varios miles de libros procedentes de expurgos de bibliotecas de Estados Unidos a través de la embajada
norteamericana en Addis Abeba. Aunque una mayoría de los libros podrían
ser de alguna utilidad en Assosa (volúmenes sobre ciencia, economía, historia, enciclopedias, novelas, libros infantiles, etc.), otros estaban totalmente
descolocados allí, como muchos libros sobre recetas de cocina, tiempo libre
(cultivo de jardines, reparación de motores fuera de borda…) o los repetidos
ejemplares sobre comportamiento de etiqueta (Book of etiquette) que con
asombro vimos que habían sido envidados a ese rincón fronterizo de África.
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Según pudimos comprobar en el registro de préstamos que funcionó durante
unos años durante nuestra intervención, la media de libros prestados era de
unos tres por semana, normalmente a maestros y funcionarios del gobierno
local, que en un porcentaje alto de casos no devolvían los volúmenes al centro
(por esa razón se decidió luego instalar una sala de lectura aneja). Nuestra
labor en la biblioteca consistió en ordenar los libros por temas y retirar los
repetidos para destinarlos a un lugar diferente, así como comenzar un inventario informático con el programa Access en uno de los ordenadores del
centro. Para el museo instalamos dos ordenadores nuevos, con un inventario
completo de objetos realizado con el programa File Maker.
Como es bien sabido, la construcción de las naciones modernas en los
últimos dos siglos se ha apoyado de forma consistente en el patrimonio histórico y cultural de las mismas. En Etiopía esto se ha desarrollado también con
el rico patrimonio del norte del país, desde los palacios y tumbas del reino
de Axum que dominó una gran parte del Mar Rojo poco antes y después del
comienzo de la era cristiana, hasta las iglesias rupestres medievales de Lalibela y los palacios reales de los siglos xvii y xviii en Gondar, monumentos
todos ellos declarados patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Ahora
bien, una gran parte del país no se siente representada por ese patrimonio y
así tenemos que la gran etnia Oromo, conquistada por el rey Menelik a finales del siglo xix y que ocupa casi la mitad meridional de Etiopía, lo rechaza y
ha construido sus propios museos, como el que pudimos visitar en la capital
de la región de Wollega al oeste de Benishangul, Nekemte, realizado con un
cierto peso propagandístico de las glorias de los Oromo durante su historia
(aunque fue construido en la época del Derg, gobierno comunista entre 1974
y 1991, con un fuerte componente centralista). Es curioso que donde más visible sea la exposición del pasado Oromo sea en las pinturas murales de los
bares del estado regional de Oromía, que además de anunciar el establecimiento o las bebidas que se pueden consumir representan antiguos caudillos
de la etnia, con el característico apéndice sobre la cabeza en forma de pene,
símbolo de la fuerza del guerrero (figura 5).
En el nuevo sistema político instaurado en Etiopía con la constitución de
1994, toda etnia tiene asegurado el derecho a la representación política, y las
más importantes constituyen estados autónomos propios (Amhara, Tigray,
Oromo, Afar, Somali) mientras las más pequeñas lo tienen compartido con
otras también poco importantes numéricamente. Este proceso ha traído la
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aparición, en palabras del historiador italiano Alessandro Triulzi, de “memorias reprimidas” que por primera vez se atreven a cuestionar el “archivo
centralizado de la memoria” (Triulzi, 2001).
Las etnias autóctonas de Benishangul-Gumuz son cinco: Berta, Gumuz,
Shinasha, Mao y Komo-Kwama (las dos últimas se suelen agrupar en tanto
que sus denominaciones son equívocas y en realidad se trata de más grupos,
todos ellos muy pequeños). Berta y Gumuz son mayoritarias, al sur y norte
del Nilo Azul respectivamente, y los conflictos entre ambas para dominar la
región constituyen el tema fundamental de la historia regional en los últimos
años (Young, 1999). El museo está situado en la capital regional, que es a su
vez centro de la región Berta, por lo que la mayoría de los objetos representados eran de esa etnia, no tanto por un interés particular sino únicamente por
la mayor facilidad de su adquisición.
En lo que sí estaban de acuerdo tanto Berta como Gumuz era en una
exposición etnográfica organizada por etnias. Así estaban clasificados los
objetos recogidos en el almacén cuando llegamos por primera vez al edificio de Cultura, aunque enseguida advertimos de que existían errores, que
los funcionarios (casi todos de fuera de la región) ignoraban el origen de
Figura 5. Dibujo de antiguo caudillo Oromo en un bar de Ghimbi (Wollega, Oromía), febrero 2002.
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muchos artefactos y las mezclas eran constantes. Pocos años antes se había inaugurado en Addis Abeba un nuevo museo etnográfico en el antiguo
palacio de Haile Selassie hoy sede de la Universidad de la ciudad (con la
asistencia técnica del Museo de Artes Populares de Sevilla y financiación
de la UNESCO), organizado únicamente por temas (niñez, ritos de paso,
cerámicas, el mundo funerario, etc.). Cuando preguntamos a los directores del centro sobre la cuestión, que entonces eran un Berta y un Shinasha
(hoy son un Shinasha y un Kwama), nos llevamos una respuesta inesperada:
se trataba de una “cuestión técnica” que nos correspondía resolver a nosotros. Consiguientemente, elegimos una distribución que nos pareció más
moderna y didáctica, con vitrinas dedicadas a la alimentación, bebida, arte,
minería, etc. en las que aparecían mezclados objetos de las diferentes etnias
(figura 6). Finalmente dedicamos una vitrina al género, con objetos específicos portados por hombres y mujeres de varias etnias. Asimismo colocamos
algunas cerámicas de la etnia Amhara, la más importante históricamente de
Etiopía pero que en Benishangul-Gumuz constituye una minoría de recién
Figura 6. Vitrina dedicada a la música en la instalación del museo de Assosa, con
trompetas y flautas Berta junto a un tambor, flautas y cascabeles Gumuz (diciembre
2009).
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llegados muy pobres, reasentados a la fuerza por el gobierno del Derg y que
no cuentan con representación política en el parlamento ni en el gobierno
regional (Wolde-Selassie, 2004).
Aunque en ningún momento fuimos advertidos al respecto, sabíamos
que los musulmanes Berta y algunos Gumuz no se sienten muy identificados
con algunos aspectos “paganos” de su cultura tradicional, incluido algo tan
corriente en toda la región como es el consumo de cerveza. Las cerámicas
que se han elegido como símbolos de las dos regiones a ambos lados de la
frontera, en una especie de escudo que representa las relaciones entre ellas,
son la típica jarra de agua sudanesa copiada por los Berta (al-brik) y la usada
en toda Etiopía para elaborar el café (giovana). Pero las grandes jarras donde
se fermenta la cerveza en los poblados gumuz y kwama, e incluso en algunos
Berta alejados de la zona central y fronteriza y por ello menos islamizados (jarras que por cierto recuerdan a las que se usaban en la antigua Nubia y Sudán
Central con el mismo fin desde hace milenios), así como los filtros de bambú
y las calabazas también usadas en la preparación de la bebida alcohólica, no
podían dejar de exhibirse, como así resultó finalmente sin ningún problema
del que fuéramos conscientes.
Más importante podía ser un problema de corte político al que ya hemos
hecho mención: la presencia central en la parte histórica del museo de la persona del jeque Khojele al Hassan (figura 7). Este personaje fue central a finales
del siglo xix, cuando llegó a controlar gran parte de Benishangul de forma
independiente, luchando contra Menelik ii de Etiopía y llegando a ofrecer la
región a los ingleses que entonces colonizaban el inmediato Sudán. Una vez
conquistada toda la zona por Etiopía, Khojele pasó una temporada en la cárcel, pero poco después volvió a mandar en Benishangul en representación del
gobierno de Addis Abeba, manteniendo buenas relaciones con el regente y
luego emperador Haile Selassie. Pero esas relaciones se basaban en los tributos anuales que Khojele pagaba en oro (el famoso oro de Benishangul, conocido desde la antigüedad) y esclavos. La caza de esclavos ya era practicada por
Khojele desde antes de la incorporación a Etiopía, efectuada sobre otras etnias
“paganas” (como los Uduk de la parte sudanesa, para los que el nombre que le
daban, kujul, y el del diablo eran la misma cosa; cf. James, 2007), pero también
con los Berta más alejados y todavía no islamizados. Con su gran riqueza personal, Khojele se construyó un palacio en Addis Abeba, que todavía hoy es uno
de los monumentos más antiguos y originales de la capital de Etiopía.
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Figura 7. La única foto conservada del jeque Khojele al Hassan, caudillo y sultán de
Benishangul fallecido en 1938.
En los meses que pasamos trabajando en la instalación del museo, llegó hasta nosotros la noticia de que algunas familias Berta prominentes no
estaban de acuerdo con que el museo fuera “el museo de Khojele”, dado su
carácter de traficante de esclavos, etc. Pronto supimos que la razón de esta
oposición provenía de las rivalidades internas entre grupos de poder Berta,
que junto con las que les oponían a todos ellos frente a la etnia Gumuz llevaron al gobierno central a cambiar completamente en 2009 el gobierno de
Assosa (cuya autonomía es evidentemente solo nominal). Todas esas familias
formaban la casta conocida como watawit (cuya traducción más habitual es
la de “vampiros”), descendientes mezclados de mercaderes sudaneses (yallaba) llegados a lo largo del siglo xix y que se casaron con las hijas de los jefes
Berta e impusieron el Islam y su propia jerarquía en la región.
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Nuestra posición en medio de esas fuerzas internas no era nada cómoda.
Pero si seguimos su línea hacia arriba o hacia abajo, vemos cómo la cadena de
la dominación no parece terminar nunca. En la parte más baja están los MaoKomo, luego siguen los Gumuz, encima han estado a veces los Berta, más
arriba los Amhara y sobre todos ellos el poder central de Addis Abeba, representado durante una gran parte del siglo xx por el negus Haile Selassie. Ahora
bien, tenemos que este último, con su oposición a la colonización italiana en
los años 1930, su famoso discurso en la Sociedad de Naciones defendiendo la
independencia de las colonias, etc. se convirtió entonces, y su recuerdo aún
mantiene en parte el prestigio, en un símbolo de la liberación de los países del
Tercer Mundo (e incluso en un semi-dios para los seguidores de la “religión”
rastafariana), cuando en su país no fue otra cosa que un sátrapa feudal que
parecía salido de la Edad Media europea. ¿Por cuál de ellos tomar partido?
Por otro lado, a lo largo de la época colonial, se ha podido observar cómo los
colonizadores europeos simulaban muchas veces defender a los más bajos en
la escala social y étnica (bosquimanos en Suráfrica, Bubis en Guinea Ecuatorial,
Oromos y fronterizos en Etiopía, etc.) frente a otros más poderosos, en una maniobra hipócrita que buscaba debilitar la fuerza, mucho mayor y por tanto más
peligrosa para los colonos, de los segundos. En tanto que europeos, no estamos
en una posición fácil en absoluto para criticar las relaciones de poder internas
de los países africanos. En una recopilación reciente de ensayos sobre nuevos
museos africanos vemos cómo nuestro problema dista mucho de ser único para
estas instituciones en el continente (Ahonon, 2000; Sheriff, 2000; Sylla, 2000).
En nuestro caso teníamos claro que solo poseíamos materiales históricos de la familia Khojele, y una vez olvidado el espinoso tema del esclavismo
(abolido en Etiopía a comienzo de la década de 1940), vimos que el jeque
constituye todavía un motivo de orgullo e identificación nacional para muchos habitantes de Benishangul-Gumuz, al menos para los que conocen un
poco de su historia. De hecho, en los años que el museo lleva abierto, según
he podido comprobar en los cortos viajes que he realizado a Assosa para seguir su curso, el centro constituye de forma creciente un motivo de dignidad
y autoestima para los habitantes de la capital, y sobre todo para los funcionarios del gobierno local, que lo muestran a casi todos los representantes del
gobierno central y de otros estados regionales que visitan la zona y se quedan
asombrados de su misma existencia, cuando en lugares de mucha más importancia aún no existe ningún centro similar.
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CONCLUSIÓN
¿ES POSIBLE UN DISCURSO POSCOLONIAL DESDE OCCIDENTE?
Es evidente que los dos ejemplos anteriores representan un esfuerzo por modificar, al menos en parte, un tipo de actividad arqueológica habitual en un
país emergente, cuya particularidad más importante al respecto es que fue
colonizado en su momento (sólo durante unos pocos años por Italia, pero
la huella dejada en el país aún perdura). Influidos por la teoría poscolonial,
hemos tratado de “dar la voz a los subalternos”… ahora bien, ¿lo hemos conseguido? ¿Fue el esfuerzo suficiente?
En el caso de los Berta y el arte rupestre, se nos presentaba claro el conflicto producido entre una explicación supuestamente racional y científica
(“universal”) y otra “local” de los propios Berta. Como arqueólogos occidentales, no podíamos evitar escoger la primera (nos era imposible aceptar que
los signos esquemáticos fueran el Corán), pero al mismo tiempo nos dolía
rechazar otra interpretación, realizada desde una posición vital mucho más
próxima al arte que la nuestra, y por eso cambiamos nuestra idea original
para adaptarla al menos en parte y hacerla más congruente con los datos suministrados por los ancianos del pueblo.
En el caso del Museo de Assosa, aunque pudimos llevar a cabo su instalación sin ningún tipo de presión o interferencia, nos mantuvimos atentos a
las ideas locales al respecto, dispuestos a cambiar lo necesario para adaptar
nuestras ideas museísticas preconcebidas a sus propios conceptos. Ambas
contraposiciones son en gran medida una prolongación de las que los antropólogos llevan encarando desde hace algún tiempo (entre “etic” y “emic”) y
que han llevado a la actual antropología “reflexiva” o “posmoderna”. En una
línea más teórica, ambas experiencias me llevaron a plantearme una pregunta realmente complicada: ¿es posible incorporar categorías locales, premodernas, a nuestros discursos “objetivos” sobre el pasado?
La pregunta anterior enlaza con la del famoso artículo de G. Spivak citado al comienzo del artículo, cuya respuesta ya sabemos que es negativa.
Esa negación se produce una y otra vez, y tenemos un último ejemplo en un
texto de nuestro colaborador Alfredo González-Ruibal (quien contribuyó al
descubrimiento de las pinturas de Menge, realizando incluso la copia de las
mismas, además de trabajar en la instalación del museo) (González-Ruibal,
en prensa). En él se afirma que con independencia de todos nuestros esfuerzos, el resultado será siempre “ciencia al estilo occidental, por mucho
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que intentemos hibridizarla con las creencias y sistemas de conocimientos
vernáculos”. Como mucho, nuestros intentos de hablar por ellos no pasarán
de ser una “imitación o mimesis”, ya que, como decía Spivak, los subalternos
“no tienen un lugar desde el que hablar”, y “no hay más discurso que el occidental”.
Encarando una salida lógica del impasse, González-Ruibal se remite a la
obra del filósofo francés Jacques Rancière (1992): el subalterno tiene un “exceso” de discurso, que finalmente lo convierte en mudo y ciego. Esa abundancia proviene precisamente de la profusión de mensajes occidentales entre los
que vive, y por ello a lo más que puede aspirar es a un discurso prestado, lleno
de imitaciones y tópicos. Las “arqueologías indígenas” adolecen también de
ese tipo de “no discurso”. Para quienes hemos trabajado en antiguos países
colonizados, no es posible sino asentir con pesar a lo anterior, recordando
nuestra propia decepción ante la pobreza y escasa originalidad de las ideas
que nos transmitían los locales, imitaciones de las nuestras en las personas
con más formación, y lejanas e incomprensibles, o simplemente inexistentes,
en los demás.
La alternativa sería poner el pragma antes del logos, las cosas antes de las
palabras, dejar que las cosas hablen por sí mismas; es decir, una aproximación fenomenológica. Para González-Ruibal, esa experiencia se produce en
arqueología cuando se visitan sitios especiales, como una cueva por él descubierta (Zeret, al NE de Addis Abeba) donde los soldados italianos masacraron
a una multitud de resistentes etíopes y que fue respetada por la población
local hasta hoy mismo, dejando las cosas y los esqueletos en su posición original (González-Ruibal et al., 2011). Personalmente, yo recuerdo emociones
parecidas al entrar en alguna ciudad abandonada del desierto, como Kasr alBarka en Mauritania donde estuve en 2008, o cuando visité el recién abierto
Museo de Oriente en Lisboa, con los objetos iluminados dentro de las vitrinas
en medio de la total oscuridad de las salas, sin apenas información escrita
sino sólo la sensación de las cosas aparecidas como por encanto…
No obstante, mantener ambos mundos (discurso y no discurso) completamente separados intelectualmente no parece la única opción válida, aunque
solo fuera por su desesperanza. También por recordar que, como decía el filósofo Richard Rorty, “las cosas no hablan, solo nosotros lo hacemos” (Rorty,
1991). Los dos casos presentados en este trabajo muestran que de la escucha de
los subalternos, o mejor, de la espera ante su silencio, nuestras propias ideas
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salen modificadas. La novelista danesa Karen Blixen narraba, en la continuación de sus memorias africanas titulada Sombras en la hierba, como se pasó
años esperando, a su vuelta a Dinamarca, que sus antiguos amigos keniatas
contestaran a las cartas que ella enviaba una y otra vez pidiendo noticias.
Cuando, de tarde en tarde, llegaba alguna, a ella le recordaba su experiencia
de cazadora en la sabana, al aparecer sigilosamente los primeros animales que
se acercaban a beber en las charcas al amanecer… Lo que nosotros hemos oído
de las voces de los otros, por poco que fuera, ha enriquecido nuestra forma de
ver el pasado, al acercarnos un poco más a la historia y los intereses locales, y
nos apunta hacia un camino de futuro trabajo común y más esclarecedor.
AGRADECIMIENTOS
La investigación de Benishangul fue financiada por las ayudas a proyectos arqueológicos en el exterior de la Dirección General de Bellas Artes y Bienes Culturales del
Ministerio de Cultura, y la instalación del Museo de Assosa por las ayudas a la cooperación al desarrollo del Vicerrectorado de Relaciones Institucionales y Cooperación
al Desarrollo de la Universidad Complutense de Madrid. En el trabajo de campo y
museístico colaboraron Alfredo González Ruibal, Alfonso Fraguas, Álvaro Fanquina,
Xurxo Ayán, Salomé Zurinaga, Cristina Charro, Carmen Ortiz y Beatriz del Mazo.
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